DESDE ULTRATUMBA

A las puertas del supermercado, junto a los carros de la compra, se apoltrona una mendiga. Es joven y es extranjera y seguro que bajo sus ropas desastrosas esconde un paisaje más hermoso que el de los mares helados de Titán, esa luna de Saturno a donde hemos enviado un cohete a recoger piedras y aire. Sujeta la chiquilla con aburrimiento un pedazo de cartón donde alguien le ha escrito en mayúsculas un par de frases con las que estimular la compasión, un breviario de la tragedia. Cuando paso por su lado me mira con un destello de altivez en los ojos que dice más de ella que sus harapos y su cartón de caligrafía apresurada. Supongo que este gesto será contraproducente para la prosperidad de su negocio, pero yo adoro la arrogancia espontánea de esta muchacha que se sabe joven y hermosa. Es la triste alegría de quien intuye que ha heredado un tesoro, aunque sin opciones de gastarlo. Sus ojos, por un momento, me han hecho pensar en Chateaubriand. Quizás sea porque por estos días se reeditan las Memorias de ultratumba o quizás sea porque lo fugaz y lo hermoso componen la metáfora idónea de lo que en una ocasión fue Chateaubriand, el símbolo de un tiempo que se desmoronó a fuerza de ignorar la miseria ajena.

Las Memorias de ultratumba gozaron siempre de un prestigio inmarcesible. En mis lecturas de adolescencia sonaba este nombre como un eco de fantasmas que traían sabidurías y asuntos de los que era mejor no hablar en voz alta. Gómez de la Serna y Paco Umbral, dos fervorosos escritores de diarios, lo tuvieron durante años como libro de cabecera. Eso se nota. Botín tiene dicho en más de una ocasión que el suyo es El arte de la guerra. Cada cual a lo suyo. Tan sólo a León Bloy le he leído cosas detestables acerca de las Memorias de ultratumba. Pero es que Bloy fue un fanático religioso y Chateaubriand un vividor, un hombre de éxito en lo literario y de éxito en lo personal, por más que al final de sus días él mismo se tuviera por un gran fracasado. Lo cual me lleva a pensar que, en realidad, todos los hombres grandes no son más que grandes fracasos. Claro es que ellos fracasan en proyectos grandes y los demás fracasamos en nimiedades. Pero, volviendo a Bloy, imagino que su repulsa por este libro se debe a eso que Savater define como “tristeza por el bien ajeno”, es decir, pura envidia. Porque Bloy, como buen religioso, entiende la vida como acíbar, como muro que lo separa de su Dios; Chateaubriand, como arte estético, como manjar. Sólo que Bloy nunca obtuvo respuesta de su Dios, mientras que el Arte comía de la mano de Chateaubriand.
A mitad de estas Memorias, Chateaubriand cuenta con amarga decepción cómo cierto día un tal señor de Trémargat, oficial de marina, arengaba en plena plaza a favor de recoger dinero con el que establecer una escuela militar para educar en ella a los hijos de la nobleza pobre; entonces, un individuo del estado llano preguntó:” ¿Y para los nuestros?” “Para los suyos, el hospital”, respondió Trémargat. Así se encendió la mecha de la Revolución Francesa.

Los ojos de esta niña pordiosera que se apoltrona sobre los carros de la compra me recuerdan estas cosas. ¿Y para los nuestros?, preguntan sus ojos silvestres. Para los vuestros, palos, indiferencia y hospital.
Y es como si Chateaubriand se revolviera de asco en la ultratumba.

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