EL AÑO DE LA CONFUSIÓN: EL AÑO DE 15 MESES

Hoy hemos cambiado la hora por motivos puramente económicos, y para muchos supone un trastorno y una sumisión al Estado. Sin embargo, aquí os dejo la historia de una palabra que, como todas las palabras, encierra una larguísima historia. Entre otras muchas, la del Año de la Confusión: el año de 15 meses.
Esta palabra pertenece a un nuevo trabajo que tengo entre manos: un diccionario sobre aquellos términos castellanos que tuvieron como origen un nombre propio: lo que viene siendo un epónimo. 
AGOSTO: El 16 de enero del año 27 a. C el Senado romano concede a Cayo Julio César el nombre de “Augustus”, en reconocimiento a sus logros militares, en particular, al hecho de haber puesto fin a la guerra civil que surge con motivo del asesinato de su tío-abuelo Julio César, el cual lo había adoptado como hijo y como heredero en el año 45 a. C. Justo en ese año de 45 a. C. Julio César encargó al famoso astrónomo alejandrino Sosígenes un calendario que pusiera concierto en el desgobernado modo de computar el tiempo de los romanos. 

El año romano, como todo lo romano, seguía un orden lógico y acorde con su sentido netamente agrícola: al primer mes se denominaba martius, en honor al dios Marte y comenzaba con la primavera; los tres meses siguientes son Aprilis o el de la apertura de los brotes; Majus o el del crecimiento y Junius o el del florecimiento. Desde el quinto hasta el décimo mes son designados por su orden numérico: quintilis, sextilis, september, october, november, december, hasta llegar al undécimo, llamado Januarius por ser el mes en que se reanudan los trabajos agrícolas. El último mes del año era el mes de las purificaciones o Februarius. Tanto la denominación como el cómputo de las horas, los días y los meses eran de origen arcaico y arrastraban errores y sinsentidos que Julio César trató de subsanar con el calendario encargado a Sosígenes y que la posteridad conocería, por razones obvias, como Calendario Juliano. Una de las modificaciones más importantes que aportó este nuevo calendario fue hacer que el año comenzara el 1 de enero en vez del 1 de marzo, como venía ocurriendo hasta entonces, y hacerlo así coincidir con el inicio del año legal, que era cuando se renovaban las grandes magistraturas, cosa que venía ocurriendo desde los tiempos de la caída de Numancia (133 a. C.) por Escipión Emiliano.
Así pues, la primera vez que el año comenzó en un 1 de enero fue el del año709 de la fundación de Roma y, para que las cuentas cuadrasen, en el año 708 hubo que hacer malabarismos. Hasta tal punto es esto así que el año 708 es conocido como el Año de la Confusión, y con toda la razón del mundo: ese año tuvo nada menso que quince meses. Los noventa días de añadidura fueron distribuidos de la siguiente manera: se intercaló un mes de veintitrés días entre el 23 y 24 de febrero; dos meses a fin de noviembre, el uno de veintinueve y el otro de treinta y un días, y además siete días contados aparte, componiendo estos dos últimos meses, con el suplemento, un total de sesenta y siete días. A partir del año 1 de la era juliana, se añadió, cada cuatro años, un día intercalado entre el 23 y el 24 de febrero.
Tras la muerte de César y Octavio Augusto y su posterior divinización fueron varios los honores que se le tributaron, entre ellos, el de nominar los meses sextilis y october con sus respectivos nombres. Así fue como el nombre de Augusto, que comenzó como un hiperbólico e institucionalizado halago al César, acabó por convertirse en el nombre del mes más vacacional y turístico del año.
Las reformas de César estuvieron vigentes hasta el año 1582 en que el papa Gregorio XIII encarga a Luis Lilio y a Chistopher Clavius un nuevo calendario conocido como el Calendario Gregoriano, que es por el que nos regimos actualmente.

Otros nombres derivados del primer emperador romano son: Astorga, de Asturica Augusta; Zaragoza, de Caesar Augusta, Mérida, de Emerita Augusta.

Octavio Augusto nace el 24 de septiembre del año 63 a.C. en el seno de una familia burguesa procedente de Veletri, en el Lazio. Fue nombrado príncipe de los romanos o cives princeps en el año 27 a. C, lo cual le confería vitola no sólo de gran político y militar sino también los más altos honores religiosos. Falleció en las cercanías de Nola, en la Campania, el 15 de marzo del año 14, a los 77 años de edad, después de una bronquitis. Su cadáver fue portado por toda Roma a hombros de los senadores siendo quemado en el Campo de Marte. Podría decirse que el humo de su incineración se consolidó en un fantasma divinizado e inmortal cuya sombra persiste hasta los días presentes.

Pero no todo es luz en la figura de Octavio Augusto. Unos le llaman el gran pacificador del Imperio y gran protector de las artes bajo cuyo cuidado florecieron artistas como Virgilio, Horacio o el propio Mecenas – otro nombre con hombre-, mientras que para otros no es sino el primer gran publicista de la historia, enorme tirano bajo el manto de una propaganda desmesurada. Voltaire, entre otras muchas lindezas, dice de él: “Mientras Augusto estuvo durante algunos años entregado al más desenfrenado libertinaje, su crueldad fue tranquila y reflexiva. Celebrando fiestas y banquetes, ordenó las horribles proscripciones que dejaron recuerdo en la historia. Proscribió sobre trescientos senadores, dos mil caballeros y más de cien padres de familia desconocidos, pero ricos, cuyo crimen consistía en poseer una fortuna. Octavio y Antonio los condenaron a muerte para apoderarse de sus bienes, portándose con ellos como se portan los ladrones en los caminos reales”.

Entre los escritores que contribuyeron a ensalzar la figura de Augusto destaca Suetonio, del que recojo unas curiosas líneas de la biografía que dedicó al emperador. Dice así: “Por lo que toca a sus supersticiones, he aquí lo que se dice: Temía de modo insensato a los truenos y relámpagos cuyos peligros creía conjurar llevando siempre consigo una piel de vaca marina. Al aproximarse la tempestad se escondía en paraje subterráneo y abovedado; este miedo procedía de haber visto en otro tiempo caer el rayo cerca de él durante un viaje nocturno”.

No le viene mal ese terror tan humano al rayo y al trueno a un hombre al que los aduladores convirtieron en dios. Casi es más simpática su imagen imperial si nos lo imaginamos temblando bajo el manto de su lecho de oro en una noche de truenos y relámpagos que, si el destino gustara de ironías, sería sin duda una tormentosa noche de agosto. 

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