EL CABALLO DE TURÍN

 

El sábado 25 de agosto se cumplen 112 años de la muerte de Nietzsche
Yo soy un caballo con una vida de mierda. Puede que de potrillo tuviera uno o dos días de cierta felicidad trotona que ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que mi madre se encargó bien pronto de ponerme los pies en la tierra con su relincho amargo: agacha la cabeza, decía, rumia en silencio tu puñado de hierba y reza para que tu vida no sea demasiado larga.
Era mi madre una yegua a la que el arado y el látigo convirtieron en filósofa. Yo no soy muy amigo de la filosofía porque la filosofía es otro nombre que le damos a la ignorancia, al miedo a la muerte. Filosofa quien busca desanudar el laberinto de la vida o un atajo hacia la inmortalidad. Y yo no quiero ser inmortal. Yo lo que quiero es morir para siempre. Descansar para siempre. Olvidar para siempre. 
La vida, para un caballo de carga, no es laberinto sino una cuesta empinada. Una cuesta sin límites y sin descanso. Por eso yo nunca tengo prisas, por más que mi amo me desuelle los lomos a golpe de fusta y de insultos. Maldito Centauro de mierda, me grita con la voz y con el vergajo. Es tan estúpido que aunque viva mil años nunca llegará a intuir que el más grande agravio que puedes hacerle a un caballo es llamarle centauro. Qué mayor aberración podría uno imaginar que la de tener injertado en el tronco medio cuerpo del diablo. 
Porque yo nunca he visto a Dios, pero al diablo lo veo a cada paso, se me sube encima y me golpea y me insulta y me usa y me mata y me sustituye y me olvida. El diablo es el hombre. Lo sé con la certeza que confiere la sangre inocente derramada. Lo que no sé es qué significa la palabra Dios. Supongo que en su día significó esperanza o consuelo o ficción de algo que pudo existir y que nunca fue. Hoy es solo una palabra vacía y muerta. 
Y eso es justo lo que yo iba relinchando aquella mañana de octubre por Turín a la altura de Piazza Carlo Alberto mientras el bruto de mi amo me descarnaba el vientre con su tralla: Dios ha muerto, Dios ha muerto. Entonces, de entre la muchedumbre indiferente, salió un tipo, embutido en un gabán oscuro, menudo de cuerpo, largos bigotes en arista, ojos de jamelgo sin amo, y se me arrojó al cuello, llorando. Negar a Dios es la única forma de salvar al mundo, me susurró entre lágrimas al oído mientras cuatro hombres trataban con violencia de arrancarlo de mi cuello.
Esa noche no pude comer ni dormir. Ni siquiera arrimé el hocico al pesebre cálido. En la oscuridad de mi cuadra me seguían mirando aquellos ojos de hombre enfebrecido que, por algún misterio que no comprendo, entendía el llanto de un caballo de carga con una vida de mierda. 
 
En su 44 cumpleaños, 18 octubre de 1888, Nietzsche tuvo un colapso mental. Ese día fue detenido tras, al parecer, haber provocado algún tipo de desorden público, por las calles de Turín. Lo que pasó exactamente es desconocido. La versión más extendida sobre lo sucedido dice que Nietzsche caminaba por la Piazza Carlo Alberto, un repentino alboroto que causó un cochero al castigar a su caballo llamó su atención, Nietzsche corrió hacia él y lanzó sus brazos rodeando el cuello del caballo para protegerlo, desvaneciéndose acto seguido contra el suelo. Al despertar, estaba loco y así permaneció hasta su muerte.

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