HÉROES

Amaba cuando niño las historias de los cómics. Resultaba difícil digerir los días sin mi ración nocturna de aventuras del Jabato y del Capitán Trueno. Pero también amaba las hazañas bélicas y todo el universo que la Edición Marvel dejó caer sobre mi mesita de noche como una constelación de estrellas de papel cuarteado. La Patrulla X y los Cuatro Fantásticos, La Masa y Dan Defensor, Spiderman y el Capitán América alimentaron el incendio con el que mi fantasía arrasó inmensos campos de hastío infantil.
Después de aquellas apasionadas sesiones de lectura, en donde uno iba aprendiendo el arte de la amistad y del honor, cómo conformarse con ser tabernero de por vida, cómo avenirse con la idea de ser por siempre médico o abogado, ni tan siquiera bombero, que era un oficio por el que podía sentirse deslumbrada la generación de Alfanhuí, pero no ya la nuestra, irremediablemente despiertos los instintos a una sensibilidad nueva, ajena e inalcanzable para nuestros padres, obsesionados con la idea de hacer de nosotros hombres de provecho y casarnos el día de mañana con la hija mayor del dueño de un ultramarinos. Mientras tanto, nosotros sólo anhelábamos la picadura de una araña radioactiva.
Cómo explicarles que después de conocer a Superman, vivir era un ejercicio sin sorpresas.
Yo amaba cuando niño las historias de los cómics porque todo niño se siente trágicamente predispuesto para lo épico. Acaso sea por eso que los antiguos sentían veneración por lo heroico, porque participaron de la niñez de la humanidad. Si a Homero lo hacemos pasar por dos o tres sesiones de programas televisivos actuales, no sólo es probable que no escribiera ni una sola línea sobre heroísmo, sino que es casi seguro que habría acabado clavándose la pluma en mitad de la garganta.
Los superhéroes son como el sarampión o las viruelas, hay que sufrirlos durante la infancia. Quien alarga este proceso o lo pasa a destiempo, se le acaba notando. La madurez le hace a uno comprender que el heroísmo de Superman y de la Patrulla X y de toda la familia Marvel es un heroísmo ficticio, de cartón piedra, que no sirve para nada. Como casi todos los heroísmos demasiado resonantes. Porque una de las particularidades del verdadero héroe es la discreción.
Después de superar la infancia, se hace difícil comprender que alguien con poderes tan a pedir de boca como los de Superman no se pusiera nunca al servicio de una causa verdaderamente digna, que nunca se planteara derrocar un gobierno corrupto, que sus ojos portentosos no le condujeran a aportar una visión económica nueva y que sus músculos invencibles no trajeran implícitos sistemas de gobierno más sabios y más justos. A los superhéroes de cuento se les iba el santo día en luchar contra supervillanos que eran como el negativo de ellos mismos, y los neutralizaban. Ellos contra ellos, y a los demás que nos parta un rayo. Nunca entendí para qué se tomaron la molestia los dibujantes en inventar tantos héroes si luego dejaban el mundo igual o peor que lo encontraron. Con la de cosas que habría hecho yo con la mitad de los poderes de Superman. Pero, por lo visto, a los superhéroes, los asuntos del mundo no les interesan.
Quizás sea que tengo un mal día, pero me estoy dando cuenta que siempre que encuentro un superhéroe, aparece un supervillano para fastidiarlo. A Superman le salió Luhtor; a Spiderman, el doctor Octopus; al Capitán América, la Hidra; a los Beatles, Yoko Ono; al presidente Lula, el Fondo Monetario Internacional; a Dios, el Diablo, y a Jesucristo, la Iglesia. Y es difícil andar por la vida huérfano de héroes.

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