JUAN ESTEBAN: EL EXTREMEÑO BRANQUIADO

 
El tipo con más agallas de todo el siglo XX nació en Almendralejo, y no es un hablar a lo metafórico sino real y verídico, porque Juan Esteban, que es de quién aquí se trata, nació con unas agallas en la flor del cuello, unas agallas sonrosadas y tiernas como mejillas de emperatriz. Nació Juan Esteban, también conocido con el sobrenombre de «el extremeño branquiado», en Almendralejo, Badajoz, como queda dicho, el diecinueve de Junio de mil novecientos uno, en la calle Reyes Católicos número quince, hoy videoclub Mari. Hombre afamado como pocos y olvidado como tantos, Juan Esteban copó, por propios y muy nobles méritos, portadas de revistas y columnas de periódicos durante un buen pellizco del siglo veinte. Su biógrafo, único capricho del que no le privó la historia, don Julián Prieto Green, Catedrático de Ciencias de la Biología por la Universidad de Santiago, sabedor cumplidísimo acerca de todo cuanto hay que saber sobre deformaciones congénitas, consagra a nuestro personaje un amplio capítulo de su impagable libro «Mutantes: historias y mitologías«. El capítulo en cuestión es el decimotercero, intitulado «Juan Esteban: el extremeño branquiado» al que dedica cerca de setenta páginas, que no son moco de pavo. También don Francisco Umbral sintió picazón por las andanzas de nuestro héroe y en su libro «Palabras de la Tribu«, ataca a tenedor y cuchillo, por supuesto en tono más lírico y alejado de la prosa precisa y aséptica del doctor Prieto, el estilo ciertamente poco dúctil con el que éste aborda el sugerente y poético tema.
Pero retomemos el hilo.

Que se sepa, y como cabe suponer de un mes de junio en Extremadura, un sol espléndido ejercía su imperio en los cielos, aunque él con los años y ya entregado de pleno al vértigo de entrevistas e interviús, gustaba añadir flecos a su historia y narraba, casi creyéndoselo, de cómo al nacer el cielo se ruborizó y se fue cubriendo de nubes tormentosas que llenaron de pavor a la madre y de fastidio de la comadrona. No debe extrañarnos que apenas hayan llegado hasta nosotros noticias seguras de sus años infantiles, después de todo, tampoco de Shakespeare ni de nuestro Cervantes, y mucho menos de nuestro señor Jesucristo, tenemos ciertas señas de sus infantes días. Así pues, dejemos en el pozo de los misterios los primeros pasos de Juan Esteban y agarremos al toro de la historia por la cola, que es lo único que tenemos. 
 
Nacido hijo único, debido, según unos, a la impericia de la comadrona, que cerró a la madre las puertas del alumbramiento de tal manera que ya jamás consiguieron abrirlas, o por el furor de la tormenta, según gustaba narrar al propio Juan Esteban, que provocó en su madre un sobrecogimiento uterino, el caso es que el niño se crió entre exclusividades, mimos y ternezas que vinieron a la postre a hacer de él un hombre reflexivo, con dos gotitas de melancólico y su punta de taciturno.
Exagera, creo yo, Sánchez Dragó, cuando parangona, en mi opinión muy descabelladamente, las vidas del Buda y de Juan Esteban, por más que ambas infancias estén envueltas en bruma, puesto que, bien mirado, lo extraordinario del almendralejense radica en una mutación ajena a su voluntad, sin intención alguna de búsqueda mística ni de perfección supramundana. Una vez hecha esta aclaración, prosigamos con el relato.
Recién llegado estaba nuestro héroe al infierno de la pubertad cuando descubrieron en él el singular milagro de las branquias, aunque, al decir de los que entienden de estas cosas, no eran exactamente unas branquias sino «unos orificios laminados, viscosos y de color terroso, situados en la nacencia del cuello, junto al cráneo y que cumplen la función branquio-respiratoria de los peces» (John Burdon » Sirenas y hombres » pag.127). Y vino a hacerse público lo branquiado del cogote precisamente a la luz de los primeros enamoramientos, no antes ni después, siendo esto así porque nuestro Juan Esteban nos salió precoz y muy dado a amoríos y besaba tan de largo a sus novias que las dejaba en el pretil de la asfixia, ya que para él todo el aire bucal estaba de más y el oxígeno no confiscado por la pecadora boca encontraba improvisado cobijo por donde las branquias.
.- «Así cualquiera» – suspiraron tranquilos todos los mozos del lugar al enterarse del truco.  Al tercer beso, el padre lo llevó a Badajoz a revisión médica, y de allí a Madrid al Hospital de la Paz. Puesto en las neófitas manos del doctor José Calasanz, estuvo cerca de un año sometido por entero al rigor de los experimentos médicos, al deleite dudoso de unos besos interminables, de unas enfermeras jamonas y a la degustación puntual de tres comidas diarias. Hasta que el padre, hombre al fin y al cabo fraguado en un rural pragmatismo, reclamó a la ciencia que le devolvieran al mozo o, en su defecto, un jornal mensual: que no andaban los tiempos como para tener hijos en empréstitos. Y como la ciencia jamás de los jamases ha pagado alquileres, Juan Esteban volvió a Almendralejo el trece de noviembre de mil novecientos diecinueve, con tan contraria fortuna que a los pocos días fue llamado a filas. 
 
Aquí es preciso no apartar los ojos de los dedos hipnotizadores del azar, ese prestidigitador que simula no saber qué cartas se trae entre las manos y que luego, cuando menos lo espera uno, como el gran maestro que es, pone cada cosa en su sitio y acaba ganando la partida. Así fue como los hados, que con idéntico e inescrutable criterio podían haber tenido a bien otorgar al almendralejense un destino marcial de furrier en el Hoyo de Manzanares o de limpiasables en Barbastro o cualquier otro de interior y de secano, consideraron oportunísimo enviarlo a Cádiz, al Cuerpo de Marina, donde embarcó en la fragata «Blanca Paloma» el veintiuno de Enero del año veinte, dando así inicio a su inmortal leyenda.
Como soldado, para qué engañarnos, presentaba un aspecto más bien esmirriado, y eso que llevaba para el cuerpo el beneficio de las tres comidas diarias del hospital. Pero venzamos los escrúpulos que como paisanos nos acometen y, en honor a la verdad, reconozcamos sin pudor que no era Juan Esteban un mozo de porte sobresaliente. Por el contrario, cumplió la talla por los pelos; enjuto de pecho y alabeado de espaldas, en el colmo de los males, se le vino a meter un no sé qué de melancolía en los ojos que lo apartaba de los demás compañeros y lo sumía en un aislamiento fértil en cavilaciones tristes, añorante de espigas y de olivos.
Cierto día, de esos días ineludibles que al fin y al cabo es la característica inevitable de todos los héroes, hallándose vomitando a sotavento, una ola traicionera lo agarró por las orejas y dio con su cuerpo al fondo del océano. Era tan poca cosa que en el barco ni se percataron de su ausencia. Yo, que en lo concerniente a miedos soy tan perito como el que más, imagino el gran susto del soldado al verse de sopetón arrastrado a los mundos marinos; y más si consideramos, como es preciso que así sea, que Juan Esteban, por ser de Almendralejo, sólo había tenido ocasión de practicar las artes natatorias en la no muy higiénica Charca de la Toma, allá por donde el viejo castillo de Feria enseñorea a lontananza su imponente figura medieval; sin olvidar tampoco que el empírico conocimiento que del mar poseía se limitaba a una mancha azul salpicada de motas blancas en un calendario de Talleres los Botos. Por eso hemos de considerar con prudencia los recuerdos e impresiones que Juan Esteban vierte en sus memorias sobre estos primeros momentos. Él, hombre apasionado y de volátil imaginación, habla sin reparos de paseos marinos, de excursiones abisales, de una gira por los reinos del congrio y las medusas. Sin embargo, el sentido común apunta a otros caminos, a la visión menos idílica de un hombre asustado e inexperto, que ensaya un chapuceo ingrácil del que harían burlas las sardinas y los boquerones. Poco a poco, con tesón y práctica, y con la inestimable ayuda de sus branquias, recorrió el universo oceánico. Por aquellos abismos, y con todo el tiempo del mundo por delante, ahora sí, aprendió la lengua secreta de los tiburones y los delfines.

Descubrió Juan Esteban no sólo que las sirenas tienen ombligo, cosa que hasta la fecha traía a los estudiosos en un sinvivir, sino que eran dueñas de un culito nada desdeñable y que sus cochinadas las expulsaban por un orificio similar al humano, oculto muy pudorosamente bajo una escama púrpura que los sirenos o tritones gustan de levantar, llegada la época de celo, propinándoles sonoros besos negros, acto que al parecer es de mucho aperitivo entre los escamosos. Aprendió también que la felicidad no es una quimera, que es posible la convivencia pacífica cuando la que gobierna no es la codicia sino el sentido común, que la mejor república es aquella en la cual se encierra bajo siete llaves a los monstruos del dinero, la ignorancia y el afán por el poder.
Estos y otros muchos conocimientos subacuáticos, para las cuales al interesado en prodigios nos remitimos al citado libro del profesor Julián Prieto, traería el bueno de Juan Esteban de aquella prodigiosa estancia suya por los océanos ocultos cuando, al cabo de los años, añorante de sol y del habla humana, que de todo se cansa uno, decidió regresar a su pueblo, donde los padres, ya ancianos y dándolo por ahogado o náufrago, vestían de hermético y ajado luto.
Grande fue en el regreso la algarabía de sus familiares y amigos, enorme también el beneficio de la prensa, que desde los rincones más impronunciables del globo arribaban periodistas a Almendralejo, dispuestos a sacar tajada. No faltaron los curiosos, los mirones, los festivos, los ingenuos y los santotomases que no creen si no meten el dedo en la llaga. Por su parte, los paisanos, quizás porque no tenían claro si aquel milagro era obra de Dios o del Diablo, ofrendaron exvotos a la Virgen de la Piedad, patrona de los almendralejenses, en señal de buena voluntad. Y, en medio de toda esta algarabía, el padre llamó a Juan Esteban a un aparte y le propinó una sonora hostia mientras le decía: «¡En cinco años ya podías haber mandado cuatro letras!, que el campesino, hombre sin educación marítima y de cuyo carácter pragmático ya se ha apuntado sucintamente algo en el curso de este relato, no acababa de creerse lo de la estancia por el reino de las sirenas de su hijo.
Y así fue el regreso de Juan Esteban a su pueblo, sonoro, clamoroso, entre la gloria y el dolor. Pero un día trae otro día y un aburrimiento acaba en un ciento y las cosas pierden su color y los héroes, con el trato, terminan por convertirse en señores particulares y sin sustancia, y fue así como acabó por marchitarse la euforia de periodistas y curiosos y Juan Esteban se quedó solo, contrito y con una mano atrás y otra delante, porque ni a los políticos ni a los de la prensa le interesaban ni mucho ni poco sus conocimientos sobre el pacifismo ni sobre un mundo sin dioses y sin dinero.
Entonces, empujado por la necesidad y el hastío, vino a asociarse con cierto empresario del espectáculo y del varieté y dio en cantar zarzuelas, las cuales, como no tenía que contener el aliento, le salían muy potentes y floreadas. Solo que, en cierta ocasión, la cual hizo verídico aquello de que poco dura la alegría en casa del pobre, estando en plena romanza cantando a lo barítono eso de » y por una morena chulapa me veo perdí-í-o», que tan bien le salía, llegó la guardia civil y clausuró el Teatro Romano de Mérida, donde efectuaba la función, de resultas de una denuncia a la Asociación General de Autores que formulara don Miguel Fleta, el más famoso y viril tenor que diera España, quien decía que eso de cantar con un cogote branquiado iba en contra de todas las normas de la profesión cantora e incurría en la competencia desleal.
.- » Qué te puedes esperar de alguien que reniega del apellido paterno, por muy Burro que sea.» – le decía a Juan Esteban su mánager, tratando de consolarle, con mejor intención que acierto.
El caso es que, después de vanos tanteos como empresario, de los que sacó los bolsillos ralos, la voluntad escaldada, el corazón frío y la sangre caliente, decidió probar fortuna como pregonero de los bandos municipales de Madrid, y, aunque voz no le faltaba, ni tampoco agallas, con perdón, se ve que no le acompañó la fortuna y decidió regresar de nuevo a su pueblo, donde, por unas perras gordas, narraba a quien quisiera oírle, que nunca faltan oídos ociosos, sus fabulosas aventuras por esos océanos de Dios y por aquellos escenarios del demonio, ambos mundos, a partes iguales, jeroglíficos y esotéricos.
Murió el veintiocho de marzo del año cuarenta y dos, el mismo día y quizás a la misma hora que muriera Miguel Hernández, el poeta de Orihuela. Ambos murieron de pena. Uno con un llanto que olía a cebollas. El otro, según testigos que lo frecuentaron en las horas anónimas, de un ataque de tristeza mientras leía en la prensa nacional cómo los hombres profanaban con sus bombas y sus barcos colmados de venenos, los sagrados y secretos reinos abismales, donde tan amable recibimiento tuviera él de las sirenas y sus señores parientes, los tritones.
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Del libro en marcha: Historia mágica de Almendralejo, sobre una génesis y genealogía de Almendralejo y  cierta gente que no nació en este pueblo, pero solo porque el azar no lo quiso.
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Todos los cuadros que ilustran esta página son del pintor Vito Cano. Y si os gustaron, recomiendo que visitéis su página web y disfrutéis del talento bruto, con perdón, de este increíble artista. Aquí os dejo unos enlaces donde podéis seguir viendo más obras suyas.

 Vito Cano I

 Vito Cano II

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