CUENTO DE REYES

En vísperas de Reyes a mis hermanos y a mí no había quién nos durmiera. Yo aguantaba como un jabato antes de rendirme al sueño. Sin embargo, jamás conseguí sorprender a los reyes colándose por la ventana. Todo lo daba ya por perdido cuando un año me alertó un leve rumor en la librería del salón. Me deslicé con sigilo pero, en vez de sorprender a los reyes magos, me encontré con el espíritu de Paulo Coelho hurgando en los libros de autoayuda de mi hermana. El sorprendido fui yo.

Luego resultó ser sólo un sueño, aunque, entre que me despertaba y no, el tipo aprovechó para largarme su rollo sobre el poder de la fe para mover montañas.  Desde entonces desconfío de los reyes magos y de Paulo Coelho. Pero, sobre todo, desconfío de los cuentos que se usan para engañar a los niños con la excusa de alimentar su imaginación. Es sólo una opinión, claro. Pero como he visto a mis hijos convertir un zapato en un dinosaurio y una caja de cartón en el Titánic, nunca creí que fuera necesario echar más leña al fuego de su imaginación. Dudo que sea sana esa manía de hacer que alguien crezca tomando por verídica una fantasía. A mí generación le costó lo suyo reponerse cuando se enteró que los reyes eran los padres y Jesucristo Camilo Sesto. Y que las montañas necesitan algo más que fe para moverse.

Pero es que de lo que se trata es de pintarles a los niños un mundo más hermoso, dirá alguien. De acuerdo. Pero un mundo perfectamente hermoso sería si les contáramos que, mientras ellos duermen, sus padres están ahí fuera batallando contra el godzilla de la estupidez, el fantasma del egoísmo, el dragón de la avaricia de unos pocos y la desidia de tantos. Que no hay marcha atrás en esa lucha. Y, más hermoso aún, si, al despertarse, el cuento no fuera una mentira.

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