LA GRAN BELLEZA

Érase una vez un rey que sorprendió a su mujer en brazos de un esclavo negro. De la impresión enfermó de mal de cuerno, hasta el extremo de asesinar allí mismo a los dos adúlteros. Luego se hizo la firme promesa de no acostarse más que con jóvenes vírgenes, a las que mataría tras el primer uso. Durante tres años el rey cumplió puntualmente su palabra. Y habría seguido esquilmando vírgenes si no llega a ser porque a su lecho arribó la joven Sherezade, que le ajustó los pulsos y le equilibró el entendimiento a fuerza de moler su espíritu con mil y una noches de cuentos. Es la primera noticia que se tiene de la sanación de un alma por el poder de la literatura. En España somos famosos por el caso contrario, por la historia de aquel hidalgo castellano que por exceso de mala literatura pasó de Quijano el Bueno a Caballero de la Triste Figura. Dos casos extremos de hasta qué punto somos susceptibles al arte.
Los libros, para bien y para mal, nos cambian. Desde que se publicó Las cincuenta sombras de Greyse han multiplicado las salidas de los bomberos para atender a gente incapaz de zafarse de los grilletes con los que les ató su pareja al cabecero de la cama. No quiero ni imaginar el pánico que deben tener los bomberos a que salga la película. Porque, admitámoslo, la influencia de la literatura palidece frente a la del cine.
Yo acabo de ver tres de las películas nominadas este año a los Oscar. La gran estafa americana, El lobo de Wall Street y La gran belleza. Las dos primeras, maravillosamente contadas e interpretadas, son un homenaje al espíritu del siglo, es decir, a la obsesión por el lujo desmedido, la riqueza rápida, la falta de escrúpulos, la ausencia absoluta de control sobre uno mismo, la vulgaridad convertida en dietario, el exhibicionismo, el infantilismo ascendido a filosofía natural. Dos películas, en fin, basadas en hechos reales, en las que el héroe es un truhán que se hace de oro estafando a diestro y siniestro. Por supuesto, el delincuente no sólo burla a la justicia sino que, además, cobra una pasta gansa por los derechos de las películas.
Sin pretender caer en la superstición de lo selecto, que es, a decir de Juan de Mairena, la más plebeya de las supersticiones, me quedo con La gran belleza, del italiano Paolo Sorrentino. Habla, como las otras, de truhanes, pícaros, lujo y decadencia, pero de otro modo. Con más literatura, con más ambición. En realidad, es una recreación moderna del Eclesiastés. Hermosa, triste, difícil, atrevida, melancólica. Con vetas magistrales entre la ironía y el divertimento, cuenta las andanzas de un escritor que, como el poeta Salomón, ha conocido de primera mano la pobreza, la soledad,  la riqueza, la gloria, el abandono, el lujo, el amor y el desamor. Y cierta noche, en la fiesta de su sesenta y cinco cumpleaños, comprende, a la luz de las estrellas del cielo romano, la vanidad de haber gastado su vida en una perpetua búsqueda de la gran belleza. Vivir es un vicio del que solo se consuela uno con el arrullo de la voz de Sherezade bajo las sábanas.
publicado en el diario HOY el sábado 25 de enero de 2014

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