MI ÁNIMA ME ANIMA A HUIR DE LOS ANIMALES

Cuando yo era niño vagaba por el barrio un perrazo enorme al que llamábamos Burdo. Noble, torpe, con más mezclas de sangre que el contenedor de un hospital, se dejaba montar como a un potrillo y sólo de vez en cuando lanzaba al viento falsas dentelladas que nunca nadie tomó en consideración.
Un día aparecieron esos chicos de los que no hay generación que se libre, brutos de tomo y lomo, cafres de catálogo, adolescentes que por ir un paso adelante en cuestiones de brutalidad fabricaban flechas con las varillas de los paraguas y vagaban por el barrio buscando un blanco adecuado para sus fechorías. De haber existido el teléfono móvil habrían sido de los tarados que lo utilizan para grabar sus hazañas y hacer alarde en la RED de sus pocas luces.

Una de las más célebres barrabasadas de los brutos de mi barrio consistió en acribillar con sus flechas de metal al pobre Burdo. Yo lo vi perderse por una bocacalle aullando de rabia y de terror, sansebastián canino, inocente y manso, que ni en el momento de su martirio tuvo el valor de arrojarse contra los zopencos que le acosaban. Nunca más volvimos a verle. Seguramente moriría en cualquier cuneta, desangrado y mustio, solo como un perro.
Nunca he comprendido por qué nos cuesta tanto comprender que los animales comparten con nosotros eso que los antiguos llamaron animus, es decir, soplo de vida, es decir, alma. Acaso la historia del bueno de Burdo haya sido un mimbre esencial en el cesto de mi carácter, porque cada vez que veo un animal maltratado me sucede como a don Quijote cuando le nombran a la caballería, como a Zidanne cuando le mientan a la madre: me dan ganas de barrer el mundo a cabezadas. Mi ánima me anima a huir de los animales, de ese tipo de animal que se complace en el sufrimiento de lós débiles, de los inocentes. Por eso celebro como una victoria de la civilización el cierre de las plazas de toros, las leyes contra el maltrato animal, las normativas que sirvan para erradicar de los zoológicos ese aspecto triste y cuartelario, el control sobre los experimentos científicos con animales, en fin, cualquier cosa que nos aleje de esa barbarie que es contemplar a los animales como objetos, trozos de carne que ni sufren ni padecen.
El otro día, a raíz de este asunto del cierre de la plaza de Barcelona, me decía un aficionado, un hombre ya más cercano a la ancianidad que a otra cosa, que no entendía la polémica taurino-antitaurino, porque los aficionados ya habían demostrado su amor a los animales, no sólo por el cuidado con el que se cría al toro de lidia, sino desde el mismo momento en que se exigió que los caballos de los picadores salieran a la plaza equipados como artificieros. Nada más espantoso, me decía, que ver a un caballo con las tripas fuera, desangrándose en mitad de una plaza. Y, entonces, pregunté yo, qué pasa con la sangre y con las tripas del toro. Eso es otra cosa bien distinta, respondió, la sangre del toro es como la de las películas, no huele, no repugna, es sangre de respeto, forma parte del decorado de una batalla de honor.
No seguimos discutiendo.

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