SIMBOLOS

Cuando la mente se pone perezosa construye símbolos. En Cervantes no cabe toda la literatura española como en The Beatles no caben todo los sesenta ni en una paella cabe España entera, por más que se empeñen los restaurantes de la costa. Los convertimos en símbolos para no profundizar en literatura, en música ni en culinaria. 
Por eso creo yo que cuando hablamos de la guerra de los crucifijos lo que queremos decir en realidad es que, para no entrar en debates serios, nos andamos por las ramas de los símbolos. Porque un crucifijo, si se mira bien, es a la religión lo que la paella a la cocina española: un palo que cualquier cocinilla conoce pero que cada uno entiende a su modo. Para unos representa el sacrificio y el amor y para otros la represión y el fanatismo, del mismo modo que unos ven en un plato de paella el colmo de la exquisitez y otros una horterada para turistas. 
Dudo que sea serio, y hasta dudo que sea religioso, considerarse más cristiano por tener colgado en la pared un crucifijo, del mismo modo que no sería serio que para dar testimonios de nuestra españolidad tuviéramos que colgar en el salón de plenos de los ayuntamientos la estampa de un plato de paella. Lo que quiera que signifique un crucifijo es, o debería ser, íntimo, sincero y personal. Y si uno cree que por pedirle deseos a la imagen de un hombre crucificado se convertirá en inmortal después de muerto, allá cada cual. Pero eso nada tiene que ver con la cosa pública ni con la enseñanza pública ni con la sanidad pública. 
En mi humilde opinión, hay que seguir profundizando en el asunto de los símbolos hasta llegar a ver en un crucifijo un simple pedazo de madera y en un hombre un simple pedazo de carne que más se aproximará a la luz cuanto más se aleje de los símbolos.

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