¿TIRAR O EMPUJAR?

Treinta y tres acepciones posee la palabra TIRAR según la RAE y, así y con todo, no habla de la más común de todas, la de tirarse a alguien, en el sentido de llevárselo al huerto. Puedes tirar algo hacia delante o hacia atrás, hacia arriba o hacia abajo, incluso hacia un lado; tirar de cartera, o entrar en un tira y afloja, por citar cuestiones cotidianas. Pocas palabras tan maleables. Entonces, cómo os sorprende que frente a un cartel con el rotulo de TIRAR, de esos que ponen en las puertas de ciertos sitios públicos, un tipo como yo se quede perplejo, sin saber hacia dónde dirigir la fuerza de su brazo. Lo sensato sería que la palabra viniera precedida de un breve paréntesis: hacia tí.
Pues el mismo titubeo padezco ante la palabra EMPUJAR, por más que sólo aparezcan tres raquíticas acepciones en el diccionario. Pero es que su acepción capital asegura que empujar es hacer fuerza contra una cosa para moverla, sostenerla o rechazarla, sin especificar tampoco la dirección hacia donde se aplica esa fuerza. Porque el empuje puede ser vertical y hacia arriba, como el de los cuerpos sumergidos en el teorema de Arquímedes, o aleatorio como el de las olas, que unas veces te empujan mar adentro y otras te expulsan hacia la orilla, como si les dieras asco.
Así pues, reconozco que soy de los que dudan, de los que se agarrotan, de los que quedan aferrados a las manecillas de las puertas de los bares esperando que alguien en dirección contraria deshaga el equívoco.
Y un día ese alguien fue ella. Una chica blanca, quebradiza y tímida a la que yo veía apuntándome con sus ojos asustados desde el otro lado de la puerta de cristal, sin atreverse a darle a sus manos la orden definitiva de tirar o empujar, en una confusión de términos que la paralizaban.
Y nadie más capacitado que yo para comprenderla. Tal vez por eso fui capaz de controlar mi turbación y logré que mis manos abrieran la puerta en un gesto amable de improvisado Cyrano. Ella, agradecida, sonreía y tartamudeaba, estatuizada en el umbral de la cafetería. Le hice saber que lejos de burlarme de ella, maldecía a los cafres que colocaban carteles confusos en los bares dejando al borde del ridículo a seres como ella, y como yo, gente simple a la que atenazan los imperativos.
Su timidez se convirtió en simpatía. Incluso me invitó a que la acompañara a tomar un café, a lo cual accedí encantado. Y juro que entonces ni pensé en tirármela. Pero el café se alargó hasta la madrugada. Y de allí pasamos a su apartamento, al sofá forrado de tela azul con ribetes dorados que habría de servir de nido a nuestros arrumacos, cada vez más ardorosos. Luego, cuando ya la tenía desnuda bajo mi cuerpo absolutamente encendido, a punto de explotar en un alarido cavernícola, me gritó descompuesta, mordiéndome los labios
empuja, empuja
y yo me quedé agarrotado, suspendido en una pregunta atenazante que mis labios no se atrevían a pronunciar.
¿tiro o empujo?
Ella, mimando el gesto, como si mi alma fuera un crucigrama resuelto, llevó una mano a mi nuca dulcemente, matrimonió su boca con mi oído, y dijo
hacia delante, y con fuerza.
Ese modo tajante de disipar mis dudas terminaron de convencerme de lo que ya sospeché en cuanto la vi tras aquella puerta de cristal: ella es la mujer de mi vida.

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