TORRENTE EN CHINATOWN

Hay ciertos saberes que sólo los da la experiencia. Y la mía me decía a voz en grito que en aquel restaurante hindú ocurría algo extraño, a pesar de su apariencia inofensiva. No me pregunten por qué, pero sentí de nuevo esa intuición que tantas veces me llevó al éxito en mi enconada lucha contra el crimen organizado. 

Quizás fuesen las caras taciturnas de los camareros; la mirada torva del encargado, serio como una partitura de Wagner, y que atendía con aburrimiento indio al continuo pajarear del teléfono o que emborronaba cuartillas en su caligrafía vertiginosa que de inmediato, demasiado inmediato para un indio, pasaba a otro individuo ventrudo y de rostro vinoso, que sonreía ecuánime por entre la cortina de humo de su cigarro puro. Me largué de allí con la intención de vigilar en estrecho aquel enigmático garito; por su puesto, no sin antes pagar la sabrosa ración de «caballo del paraíso «, esa rara especialidad de la casa, que tanta fama reportaba al lugar y por la que se encontraba atestado, incluso con lista de espera, en estos tiempos de crisis.
Ateniéndome a las normas, inicié mis pesquisas por entre las gentes del barrio. Como era de suponer, todos los vecinos recelaban del éxito de aquel nuevo negocio, que cargaba sus mercancías a altas horas de la noche. Camuflado, y con mi moto de distribuidor de pizzas a domicilio, seguí el recorrido de su viejo furgón de repartos. Poco a poco nos fuimos alejando de la ciudad, nos metimos por entre los olivares, serpenteamos un vado y, por fin, perdidos entre la dehesa, llegamos a una granja. 
Yo me ocultaba tras los altos setos de romero, desde donde pude escuchar sin dificultad sus incomprensibles palabras extranjeras. Como no entendí absolutamente nada, quise proseguir con mi investigación. Esperé hasta que todos los indios entraron en la casa a cenar. Entonces, como una flecha, corrí hacia las cuadras. En su interior pastaban dos hileras de caballos. Todos blanquísimos, inmaculados. Por unos segundos alzaron el cuello y me miraron sorprendidos. 
 Si hubieran relinchado, si a esos bellísimos animales les da por cocear sobre las viejas tablas de aquella apestosa cuadra, tal vez en estos momentos no estaría aquí, contándole a ustedes esta aventura. Pero no lo hicieron. Volvieron a sus pajas y a sus cosas. Yo me acerqué sigilosamente. Miré entre la montonera de heno, y nada. Luego procedí a cachear a los caballos. Les palpé los cascos, los corvejones, las blancas crines, las plumas de las grandes alas que le nacían de los lomos y descansaban en los traseros, el cuerno picudo y torneado que surgía, amenazante como un estilete, de sus testeras; pero nada, ni rastro de droga.
Abatido, con el primer fracaso de mi intuición palpitándome aún en el vientre, volví a casa.

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