ALVARO CUNQUEIRO: UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES

Si en una catástrofe se destruyeran todos los libros y sobreviviera nada más que la obra de Álvaro Cunqueiro, los estudiosos del futuro tendrían todos los elementos necesarios para reconstruir la lengua castellana, y aún aumentada y corregida. Cunqueiro es el puente de plata que une el latín con el castellano, pasando por las Galias. Pero, con ser genial, inabarcable y desmedido, corren malos tiempos para la literatura de este autor. Exige un esfuerzo al intelecto, un abandono a la imaginación, una rebotica bien poblada de lecturas clásicas y una pasión sin fisuras por la palabra escrita. Bien escrita. El que busque una historia cabal, un argumento apasionante de sangre, misterio y resoluciones, que no cruce este umbral. Cunqueiro es el autor predilecto de los friquis de las letras españolas, los que aman el humor agridulce, la melancolía de los cuentos de viajes, los amores de otoño, los períodos largos, enrevesados, dulces en el decir. 

Yo voy ya por la tercera o cuarta lectura de sus obras completas, y aún no sabría decir cual de sus novelas – por llamarlas de alguna manera- es mi preferida. En cada ocasión es una distinta. Y ahora que me he metido entre pecho y espalda Un hombre que se parecía a Orestes en sólo un par de días, creo que, al menos hasta que tome otro libro de Cunqueiro entre las manos, este va a ser mi favorito en las próximas semanas.
La mitología griega habla de cómo Orestes mata a Egisto, para vengar la muerte de su padre Agamenón, muerto nada más llegar de la guerra de Troya por la mano de Egisto, que también le había robado a la mujer, la reina Clitemnestra. Estos son los mimbres, pero el cesto que compone Cunqueiro es bien distinto. Cunqueiro hace una novela sobre la culpa -la culpa que vuela sobre Egisto por matar a Agamenón, la de Clitemnestra por haberse casado con el asesino de su marido, la de Orestes por haber consagrado toda su vida a elaborar esta venganza-, pero también sobre la tragedia de vivir encasillado en un solo papel, en un solo destino. Sus personajes no se parecen en nada a los de la tragedia clásica. De hecho, lejos de vivir en una Tebas homérica, parecen vivir en una pequeña aldea de Lugo, vecinos al propio Cunqueiro. Sin embargo, la humanidad, la melancolía, la frustración de sus sueños de grandeza, la pequeñez de sus vidas de monarcas venidos a menos, las múltiples historias que se enlazan y las otras muchas que quedan como sugeridas y sin hilvanar, hacen de este libro un pozo profundo, del que sale uno con la sensación de no haber visto más que el cristal de la superficie, pero que intuye lleno de riquezas escondidas, promesas felices para una próxima lectura.
Y con ser fantasía todo lo que hay en el libro -unicornios, reyes, sirenas, centauros- no es fantasía vana, no es un libro para adolescentes que busquen el rollo vampírico o aprendices de brujo. Es pura poesía, pura ensoñación. Cunqueiro, en uno de sus artículos periodísticos dejó escrito que inventaba mundos para huir del mundo. Y el mundo que él inventó es mucho más sabroso que cualquier utopía inventada por un filósofo, mucho más humano que el mundo hostil y sin poetas de Platón, más aldeano, más amable y vivible que cualquiera de los mundos utópicos escritos hasta ahora. Los escritores de utopías suelen tener una visión amarga del género humano. Cunqueiro dignifica la humanidad con su fantasía, sus héroes son hombres que sueñan con una sopa de pichones escabechados o que se relamen de placer ante la piel blanca de una señora de tobillos finos.
Cunqueiradas:
Un hombre que duda es un hombre libre, y el dudoso llega a ser poético soñador, por la necesidad espiritual de certezas. (Capítulo V)
La filosofía no consiste en saber si son más reales las manzanas de ese labriego o las que yo sueño, sino en saber cual de las dos tiene más dulce aroma. (Capítulo V)
Descripción de Doña Inés: ¡Luz que el mismo sol la toma! Todas las cosas e este mundo se reducían para ella a señales de un amor que llegaba, o que andaba buscándola, devanando los ovillos de todos los caminos. Delicada flor, siempre con el rocío de la mañana como seña virginal, entregaba su corazón a todos los hombres que la miraban a los ojos. Enloqueció, se echó a los caminos, daba limosna a los perros, y finalmente la violó un herrador ambulante. La encontraron muerta, desnuda, bajo un almendro. Llegó el juez y gritó: «¡Vestidla!» Y en el acto el almendro dejó caer todas sus flores sobre el cuerpo de doña Inés, y quedaron cubiertas las desnudeces. Pasa por santa en el país.

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