LA ANTÍGONA DEL SIGLO XXI

Hablar de teatro, como hablar de cine, de literatura, de cualquier asunto, en fin, en que se pone en la prosa más corazón que razones, es un ejercicio que trasparenta más del que critica que de la obra criticada. Te puedes empeñar en hacerte el estupendo y criticar el tono, el texto y el contexto, la luz, los gestos y la palabra, sin decir con todo ello nada válido, nada que a otra persona que no haya ido a ver la función sirva como referente o como anzuelo. Cuentas la película como la ves, no como es, por más que te empeñes. Por eso yo no voy a jugar a ponerme en el pellejo de un crítico teatral porque ni lo soy ni me mueve interés alguno en serlo. Pero sí puedo contar lo que vi y lo que me hizo sentir aquello que vi. Y en eso podrán decirme que me engaño,  que no soy un especialista, un técnico, qué duda cabe, pero nadie podrá decir que miento.

A mi parecer, la mejor crítica teatral es la que hace uno cuando, en mitad de la sesión, vuelve la cabeza y mira a los espectadores que tiene a su alrededor. Si ves a gente perdida en el cristal de sus relojes, tecleando mensajes por el móvil o contando estrellas, es que la obra no funciona, por mucho que al día siguiente se deshaga la prensa en elogios. Pero, si al mirar a tu alrededor, ves ojos encharcados de emoción, carnes estatuizadas, rostros cincelados por un estremecimiento unánime, y un silencio como de ceremonia religiosa, entonces es que estás siendo testigo de la vieja y caprichosa magia del teatro. Pues bien, esto es justo lo que yo vi anoche en Antígona del siglo XXI. Gente emocionada y que agradeció el regalo a los actores con un largo y sentido aplauso final.

A mi me gustó mucho Antígona, es decir, Anna Allen, una actriz guapísima, fuerte y creíble, que mantuvo la tensión, la robustez y el brío de su difícil personaje durante toda la hora y media del espectáculo. Para mi gusto, el monólogo final es algo largo y un tanto repetitivo, pero ella lo salva con una interpretación magistral en la que eriza la piel hasta de las piedras de la Alcazaba.

Original y acertado el hacer de Tiresias un reportero de guerra y colocar así a los medios de comunicación como lo que son, un arma poderosísima  y desvirtuada en manos del poder.

Los números cómicos están tan bien ejecutados que solo con que se les fuera un pelín la mano desentonarían en mitad de tanta tragedia y, sin embargo, lejos de ello, sirven para que el corazón del espectador se tome un respiro.

El mensajero, interpretado por Chema de Miguel, es digno de destacarse.

Por lo demás, cada uno tiene su opinión sobre si es oportuno o no meter en una obra de tal calado el asunto de los trajes de Camps, los indignados y a José Couso; para mí, sobran, pero en eso precisamente consiste el arte creativo, en jugársela y que luego el público decida.

En conclusión, que os la recomiendo. Se representa en el Alcazaba hasta el domingo, de 23 a 24,30, y si reserváis la entrada con 24 horas de antelación, os dan dos al precio de una.

Otras cuestiones:

¿Pagar 25 euros por un asiento en una dura plataforma de hierro es un modo de atraer a más público al Festival?

 ¿Colocar una función en el Teatro, otra en la Alcazaba, otra en el Templo de Diana y monólogos no sé donde durante los mismos días y a la misma hora no está contribuyendo a dispersar al público y a que en todas las funciones las escenarios estén a medio gas?

Por otro lado, y hablando de cuestiones mundanas, las terrazas del Teatro son impecables, con un servicio joven y esforzado y una estética elegante y apropiada; sin embargo, la de la Alcazaba tiene más de chiringuito playero que de festival de altura: sillas y mesas de aluminio, suelo de hormigón, una decoración inexistente, a no ser que llamemos decoración a colgar cuatro lámparas chinescas sobre cuatro olivos lejanos. Los precios de las consumiciones son lo único que nos hace recordar que estamos en  un Festival de  lujo: tres euros por una cerveza servida en un ruin vaso de plástico. En fin, que el Festival sigue siendo una gran excusa para visitar Extremadura y un escaparate sobre el que poner todo nuestro esmero.

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