NOCHE DE FIESTA

Camino por la noche entre fantasmas que se me parecen. Entre muchachos que llevan los veinte años a cuestas como un fardo de plumas. Muchachos que ríen como yo reía hace veinte años, con los ojos desesperados del náufrago que busca un salvavidas en los ojos de muchachas que pasan amenazantes y seductoras como fragatas de guerra. Uno se recuerda, en noches como esta, surcando las oscuras aguas de la noche con el sigilo de la canoa del último mohicano, buscando en solitario la batalla de la carne, macerando porciones homeopáticas de una tristeza inexplicable, siempre añorante de otras vidas distintas a la mía, el cuerpo y el alma en perpetua descoordinación.
Voy por la noche en cuesta abajo como por un poema de Octavio Paz, torciendo siempre la misma esquina que lleva siempre al mismo sitio donde están siempre los mismos rostros con los mismos ojos formulando la misma pregunta sin respuesta.
De repente me he reconocido en el gesto de ese muchacho que amarra su tristeza a los posos de un vaso de tubo. Qué dulce es la exhibición de la tristeza en medio de un rebaño de frenéticos que bailan al ritmo de la canción del verano. Qué dulce dejarse acunar por la melancolía cuando el mundo a tu lado parece no querer enterarse de los padecimientos de tu corazón. La tristeza a los veinte años es sabrosa como un amor platónico, y letal como un mejunje salido de las manos de Lucrecia Borgia.
Y aún así, los ojos de aquel muchacho, como los míos de ayer, miraban al precipicio de los cubitos de hielo con una pizca de orgullo en la retina, como si estuviese al tanto de un secreto que a los demás nos fuese inasequible. Aquel muchacho parecía que acababa de hablar con el ángel que comunicó a Lot los designios de Sodoma.
Pero yo sé que no, que los ángeles no existen, que no hay belleza en ese flagelamiento que eligen algunos chicos a esa edad. De sobra conozco los cantos de sirena de la tristeza. Por eso me habría gustado acercarme a ese muchacho triste, agarrarlo fraternalmente por los hombros y sacarlo de sí mismo al arrullo de los versículos del Eclesiastés: «Y alabo la alegría, porque no hay otra dicha para el hombre bajo el sol que comer, beber y gozar, eso es todo cuando le queda de su esfuerzo durante los días de vida que Dios le concede. Y hasta eso es vanidad».
Pero no le dije nada. Me limité a observarle a hurtadillas y dejé que la vida siguiera su curso, para que también él, algún día, dentro de veinte, de treinta años, se encuentre a sí mismo, en una noche de fiesta, caminando entre fantasmas que se le parecen, reflejado en los ojos de un muchacho triste que busca la redención en el cuadrilátero transparente de unos cubitos de hielo.

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