SUICIDAS

Cuando yo era adolescente trabajaba en un bar donde siempre había un número del periódico El Caso tiznando de sangre y vísceras la formica de la barra. Y yo, que lo leía todo, no podía sustraerme a aquellas hojas repletas de fotografías y titulares fascinantes y macabros, y quedaba durante horas, durante días, con los ojos cuajados de asesinatos y violaciones descritas al por menor.

La verdad es que de literatura andaba El Caso más bien cortito, pero para un corazón joven y anclado a la barra de un bar era como mirar cada mañana por la ranura de la puerta del infierno y cerciorarse de que la maldad campaba por el mundo a sus anchas.

Uno de aquellos capítulos quedó ligado a mi memoria como un pajarillo a la trampa de un furtivo. Se trataba del suicidio de un muchacho de mi edad, y eso sobrecoge. Un chaval melancólico y despechado que para despedirse del mundo se bebió una botella de lejía. Amaneció roto y sin vida sobre uno de los bancos aledaños a la Sagrada Familia de Barcelona. Cuando llegó el forense sacó de los bolsillos del pantalón una nota que decía: «La muerte es una obsesión, la mía se llama Cristina». El último romántico fue el titular que eligieron los de El Caso para aquella mañana.

Yo tenía quince años, un corazón sensible y una fantasía como un continente virgen y aquel suicidio me quedó tocado durante un tiempo. Muchas veces traté de imaginar cómo un joven de diez y pocos años llegaba a ese grado de desesperación, cómo podía uno ir tejiendo en su cabeza esa celdilla de pensamientos negrísimos con los que negar cualquier acceso a la esperanza. Pero yo no estaba llamado para sentir un amor así, ni para comprender tales cosas, ni para beber lejía. Sólo para mirar y asombrarme.

Ya hace años que El Caso no existe pero de vez en cuando vuelven los periódicos a traerme noticias como aquella, aunque ande ya mi capacidad de estremecimiento mermada por el uso. Hoy, sin embargo, ha vuelto a ocurrir. En una esquina de la página de sucesos los periódicos hablan de la muerte de dos mendigos. Un chico y una chica que eran novios y eran jóvenes pero que por ser yonquis ya no eran nada, solo desesperación y negrura. Y, como el chico de El Caso, decidieron poner fin a tanta miseria de un modo tajante y tremendo: plantándose delante de la vía del tren. Había luna llena sobre el cielo y el maquinista los vio abrazados, llorando, dándose valor el uno al otro con un último beso que los condujo hasta una muerte unánime.

Esta vez ni siquiera había un periódico que los sacara en titulares ni viera en su suicido un gesto de romanticismo.

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