UU JUEVES CUALQUIERA DESPUÉS DEL BIG BANG

El tren es uno de esos fantasmas entrañables que pasa poco por Almendralejo, pero, cuando lo hace, deja suspendida en el aire una sonatina de melancolía escrita con ritmo de traqueteo romántico que me hace pensar en Campoamor o en Machado contando sílabas con los dedos al compás que dictan los hierros.
El resoplido de un tren que cruza un pueblo es una invitación a la huida. Pero, en vez de huir, en las traseras de la estación de trenes de Almendralejo ha levantado su campamento una pareja de pordioseros. Son dos ancianos que parecen recién llegados de la película La carretera. Pasa el tren delante de sus narices y su magia les deja tan indiferentes que no les altera ni una pestaña. Ni curiosidad ni melancolía. Para ellos el sonido del tren es sólo un ruido que incordia sus siestas de quince horas.
Ahora caigo en la cuenta de que la melancolía es un privilegio del que no lo ha perdido todo, como supongo que pensar en la huida es privilegio de los que aún tienen esperanza. Será por eso que a estos harapientos les trae sin cuidado el vaivén de los trenes, porque para ellos ya no hay tren que pueda alejarlos de la miseria.
A sólo unos metros de este improvisado campamento de cartones y plásticos está la cantina de la estación. Como no hay clientes, el dueño se entretiene en ir quitando los restos de unas guirnaldas que penden del techo como cadáveres del fantasma de las navidades pasadas. Según leo en la prensa, el noventa por ciento de los juguetes que se regalaron en navidades eran de países en donde los obreros son niños obligados a vivir en un cuento de Dickens. Es curioso, creíamos que la lucha obrera consistía en hacer desaparecer la tiranía y resulta que lo que hemos hecho es desplazarla, quitarla de nuestra vista para que no moleste.
Son las contradicciones de la Sociedad del Bienestar. Por un lado, te permite atrincherarte en casa, frente a un televisor de pantalla extraplana, al resguardo de la inmundicia del mundo. Y, por otro, esa misma tecnología te mete en el salón las miserias y los dolores ajenos, que era justamente de lo que uno pretendía huir. Le compras al niño un ordenador para que no ande por la calle haciendo el cafre y, en cuanto te descuidas, lo tienes hecho un pederasta.
Suena el tren a lo lejos. El frío amaina. Es un jueves cualquiera después del Big Bang. Los mendigos ancianos, sentados sobre un taco de periódicos y cartones viejos, contemplan cómo el tren desaparece en el horizonte sin decirse ni una palabra. Cuando se han gastado las esperanzas no hay más opción que el silencio. Buenas noches, mundo.

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