Cómo defenderse de un imbécil

 Los latinos usaban la palabra imbecillus para designar la “debilidad física en grado sumo”, y llamaban imbellis al incapacitado para la guerra, que en latín se decía bellum. No era lo mismo un imbecillus que un stupidus,  que tiene la mente aturdida, el bobo.

Aunque el término imbécil hoy nos parece una palabra de lo más cotidiana, lo cierto es que su uso no cuajó en castellano hasta el siglo XIX. Durante los siglos XVI y XVII se usó poco, y siempre con el sentido de débil, enfermo.

Luego, claro, el sentido se fue extendiendo de las cualidades físicas a las del espíritu, y el imbécil ya no solo fue el que sufría una tara en el cuerpo sino el que mostraba síntomas de poseer algún tornillo flojo. Pero, como digo, en origen, la palabra se limitaba a designar la incapacidad para guerrear con solvencia.

Recurriré a Herodoto para ilustrar esto que digo. Cuenta el viejo historiador griego que Cyro, el gran rey persa, quiso invadir la tierra de los masagetas y que, para ello dividió a su ejército en dos partes muy desiguales. Por un lado, entresacó de entre sus hombres a un puñado minúsculo y los colocó en vanguardia dotándolos de escasas armas, pero, a cambio, les proporcionó un banquete digno de un rey, comida sin número y mucha, muchísima bebida. Una vez establecido el festín, Cyro y el grueso del ejército se retiraron.

Cuando los masagetas vieron a este pequeño y desprotegido escuadrón, atacaron y pasaron a cuchillo a los hombres de Cyro. Como suele decirse, no quedó ni el apuntador. Pero sí quedó mucha comida y, claro, mucho, muchísimo vino, del que no tardaron en dar buena cuenta los vencedores. Tan buena cuenta que al poco estaban borrachos como cubas. No otra era la intención de Cyro, el cual, no muy lejos de allí, permanecía oculto y al acecho y, en cuanto vio que el enemigo se tambaleaba bajo los efectos del alcohol, se llegó con su ejército y mató hasta el último de los masagetas. Una gran victoria, aunque para vencer no tuvo reparos en sacrificar a una parte de sus hombres. ¿Y a quién sacrificó? A los más débiles, por supuesto. A los inservibles para la guerra. Es decir, a los imbéciles.

Ese es el significado que le da el diccionario de Autoridades en 1734, que es el primer diccionario de lengua española que la incluye en su nómina. Dice que un imbécil es alguien flaco, lánguido, débil, enfermo, añadiendo, además, que es voz de poco uso. A nuestros bisabuelos les costó cogerle el gusto a la palabra. Tardó casi un siglo en estar en boca del común de las gentes.

A todo esto, habrá quien se pregunte para qué añadir al vocabulario la palabra imbécil si ya teníamos la voz idiota para designar al tonto o corto de entendimiento. Pues la respuesta a esta cuestión la encontramos en el Diccionario de la lengua española, de Elías Zerolo, publicado en 1895, donde dice: “la diferencia que hay entre el idiota y el imbécil consiste en que el idiota nace, y el imbécil lo llega a ser, bien por alguna causa extraña o por su mala educación o por el aire de su país natal. El idiota lo es siempre; al imbécil se le puede curar. Idiota se dice del que tiene un defecto natural en los órganos que sirven a las operaciones del entendimiento, pero tan grande que es incapaz de combinar ninguna idea, de manera que su condición parece, desde este punto de vista, más limitada que la de las bestias”.

Para Zerolo, el imbécil tiene redención, mientras que considera al idiota como un caso perdido. Según esto, si usted nota a su alrededor un preocupante aumento en el número de imbéciles,  no desespere. Hay remedio. Solo es cuestión de cambiar de aires o de educación.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

CLOSE
CLOSE