La verdad del caso Homo sapiens

Le invito a que observe con atención uno de esos dibujos que retratan la evolución de la especie humana. Ya sabe a cuál me refiero.  Del chimpancé al homo sapiens. Un cuadrúpedo canijo que va alzándose, posicionándose en dos patas, haciéndose cada vez más alto, más fuerte, más seguro de sí. El homo sapiens. Literalmente, el hombre que sabe. Ahora bien, qué es lo que sabe este homo sapiens, eso ya no está tan claro.

Si se refiere a su más que demostrada destreza para destruir y matar, no hay más que hablar, para tales habilidades ha dado pruebas de ser más listo que los ratones colorados. Pero quiero creer que el apelativo de homo sapiens hace referencia a una idealización, una meta a la que dar alcance, que el cuadro de la evolución no está acabado. Eso significaría que, sea lo que sea que somos ahora, nuestra mira está puesta en la loable misión de convertirnos en una especie a la que le cuadre el adjetivo de inteligente, hombres en verdad que saben lo que hacen, y para qué lo hacen.

El homo sapiens, entonces, sería como el destino glorioso que aguarda a la especie. Silvio Rodríguez dice en una canción que somos el pasado remoto del hombre. Es decir, somos tránsito. Afirma Nietzsche en su Zaratustra que

“lo más grande del hombre es que es un puente y no una meta. Lo que debemos amar en el hombre es que consiste en un tránsito y no un ocaso»

En el libro I de sus 9 Libros de Historia, cuenta Heródoto que, hallándose en Tebas el historiador Hecateo, quiso visitar el templo del dios Júpiter. Consintieron los sacerdotes en complacerle y no solo le mostraron el templo, sino que le adentraron por la sala donde descansaban los colosos de madera de sus antepasados, esto es, 345 estatuas que representaban a los sumos sacerdotes fallecidos desde la fundación del templo. No habían recorrido ni la mitad del recinto cuando el griego Hecateo se vino arriba, sacó pecho y dijo sentirse muy complacido de la veneración que profesaban a aquellos dioses, pues él mismo pertenecía a una estirpe divina, ya que su decimosexto abuelo había sido un dios.

Los monjes se miraron unos a otros sin dar crédito a lo que escuchaban, pusieron fin a la excursión y

“no queriendo sufrirle la suposición de que un hombre pudiera haber nacido de un dios, le explicaron que aquellos sacerdotes a los que tanto respetaban no eran sino piromis, hijos de otro piromis (esto es, un hombre bueno hijo de otro hombre bueno, pues piromis equivale en griego a bueno y honrado), sin que ninguno de ellos descendiese de dios ni de héroe alguno”.

Claro que no eran dioses, ni falta que les hacía, pues el mayor logro que puede alcanzar un hombre es vivir la vida como un piromis, es decir, como un hombre bueno.

Otra historia similar es la que cuenta Teofrasto en su Vida de Apolonio de Tiana. Dice que estando Apolonio por Oriente se acercó a conocer a los brahmanes y les preguntó  quiénes creían ser ellos, pues todo el mundo los veneraba como a dioses. Y, en efecto, ellos respondieron que no eran ni hijos ni seguidores de un dios, como piensan de sí los hombres ordinarios, sino dioses mismos. Apolonio se quedó de una pieza. Volvió a preguntarles que por qué creían tal cosa y los brahmanes respondieron: “porque somos hombres de bien”.

Aunque parezca una fanfarronada de los brahmanes, no hay ni una punta de arrogancia en esa frase. Es una respuesta con sentido. Ser hombre de bien es, desde luego, el modo más coherente de llamar al hombre sabio.

Leonardo da Vinci, al que nadie acusará de idiota, dejó escrito en su libro de notas que

 “si encontráis a un hombre virtuoso y bueno, no lo apartéis de vosotros; honradlo para que no tenga que huir y refugiarse en desiertos o cavernas u otros lugares solitarios, lejos de vuestras insidias; miradlos como a dioses terrestres, merecedores de estatuas y simulacros”.

Está claro, pues, que alcanzar la categoría de “hombres de bien” es el salvoconducto que cualquier persona necesita para doctorarse en el grado de homo sapiens.

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