Persona que todo lo hace bien, o leonardo.

Palabras que no existen, pero que deberían existir.

Se llama epónimo al nombre propio que,  por el motivo que sea, llega a denominar una ciudad, una enfermedad, un concepto. Hay epónimos muy merecidos, como llamar odisea a las peripecias que vivió Odiseo,  el héroe de Homero. Pero también los hay injustos, como llamar charlotada a algo realizado o dicho de forma grotesca y ridícula, siendo Charlot el menos grotesco y ridículo de los personajes del siglo XX. Pero así son las cosas del lenguaje, como la lotería, cae donde quiere y no donde más falta hace.

Y, a propósito de hacer falta, vengo yo observando que en la lengua española hay una palabra que no existe: la que define al artista completo, aquel que picotea en diversas disciplinas mostrándose maestro en todas y cada una de ellas. Es triste que cuando un hispanohablante pretende definir a alguien así se ve obligado a hacer grandes paráfrasis o inventarse la palabra.

Es lo que hizo Francisco Umbral cuando llamó a Fernando Fernán Gómez el Leonardo de Chamberí. O cuando  Joaquín Sabina, en uno de sus conciertos en directo, presentó a su amigo Luis Eduardo Aute haciendo un juego de palabras. Lo llamó Luis Leonardo Aute. Y es el caso que todo el mundo supo lo que quería decir con aquel trastocar de nombres. Tanto Umbral como Sabina, al llamar Leonardo a su amigo lo que pretendían era calificarlo de artista polifacético y genial, identificándolo de algún modo con Leonardo da Vinci, pintor, escultor, arquitecto, escritor, músico, poeta, ingeniero, botánico, inventor de numerosos aparatos que llenaron de asombro a sus contemporáneos y de otras tantas máquinas de guerras que, por fortuna, quedaron casi todas en simples bocetos.

Es, sin duda, el más atractivo, el más misterioso y el más actual de todos los genios del Renacimiento. Incluso no sea descabellado aseverar que Leonardo se ha convertido en el artista más famoso de todos los tiempos. En el artista por excelencia.

En castellano se puede escuchar decir a un artista “no pretendo ser un Leonardo”, y todos entienden a lo que se está refiriendo. Leonardo, pues, aunque no esté registrado aún en ningún diccionario, se ha convertido, en el habla popular, en un epónimo, un término que sirve para expresar una realidad de la que los hablantes tienen plena conciencia. De ahí que Sabina la usara sin temor alguno a no ser entendido. Cómo definirlo. Volviendo a Umbral, dice en Diario político y sentimental, donde identifica a Fernán Gómez con Leonardo “no se sabe si porque lo hace todo o porque todo lo hace bien”, y esa podría ser una buena definición para el epónimo.

Deberíamos usarlo ya sin complejo alguno, despojando al nombre del encorsetamiento de las mayúsculas. Un nombre en minúscula es la prueba más clara de que la palabra se ha calzado las zapatillas de estar por casa y vino para quedarse. Así, no debería temblarnos la mano de escribir, por ejemplo: esa mujer o ese hombre es un leonardo, del mismo modo que escribimos en minúscula leotardo o boicot o guillotina, siendo todos ellos epónimos que esconden en su interior la historia de un nombre propio. Otra cosa bien distinta es a quien diablos encontramos en esta época de especialistas y especialidades que podamos calificar de leonardo sin que el mencionado se sonroje. Y con razón.

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